miércoles, 8 de mayo de 2013

LA CUIDADORA


LA CUIDADORA
Helen Flix

Inma estaba sentada en el borde de la cama, hacía cinco minutos que había sonado el despertador, pero su cuerpo y su voluntad estaban en clara lucha.
-         Venga, va, tienes que ducharte y vestirte antes de que se levanten las niñas. Después de ellas ya no podrás ducharte.
Se lo repetía una y otra vez, pero su cuerpo agotado de tantas noches agitadas cuidando de mamá se revelaba quedándose inmóvil.
-         Por favor, levántate ya - desgarradora y suplicante gritó una voz dentro de su cabeza.
Una lágrima recorrió su mejilla izquierda al tiempo que se levantaba en dirección al baño. Su llanto y el agua de la ducha se unían en su cuerpo en una triste sinfonía.
-         Tengo que descongelar pan para Esther, ayer me pidió un bocadillo de tortilla, los días que tiene que visitar obras no tiene tiempo para desayunar en el bar con los compañeros. Juan quiere el café con leche muy caliente y su zumo de naranjas, o no puede ir al baño. Se sobresaltó mientras se acababa de secar las piernas.
-         Espero que tenga planchada la camisa que necesita hoy; no podría soportar otra bronca como la del jueves. De todas las camisas que tiene, justo la que necesitaba era la única que no había podido planchar.
Oyó un ruido en la habitación contigua, su estómago sintió una punzada.

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-         No, por favor, no; si se levanta ahora molestará a todos y no podré atenderles. ¡Dios que duerma un ratito más!, se durmió a las cinco de la madrugada, sólo lleva dos horas durmiendo.

Silencio de nuevo y unos leves ronquidos. Inma aceleró vestirse, no se puso la crema hidratante, ni en el cuerpo ni en la cara. El cuerpo le dolía, sentía cada una de sus articulaciones, la cabeza seguía espesa a pesar de la ducha.
Peinó sus canas, llevaba el pelo corto porque había descubierto que le era más cómodo. Tal y como evolucionaba mamá, había días que no podía siquiera vestirse hasta el mediodía, cuando Carmen, su vecina, llamaba para preguntarle si necesitaba pan, que ella iba a comprarlo a la panadería.
Eran amigas desde hacía treinta años, las dos recién casadas habían entrado a vivir en aquella finca, puerta por puerta, y al tener los primeros hijos se habían ayudado mutuamente. Carmen era de Sevilla, así que estaba sola, sin familia, y su suegra, de ascendencia catalana, no la veía con muy buenos ojos; así que Inma era su único apoyo. Ahora con los años, Carmen era el único respiro que tenía Inma con el cuidado de su madre, que desde hacía seis años vivía con ella por padecer una demencia de Alzheimer.

-         ¡Por fin, objetivo conseguido! pensó feliz.

Había superado el primer obstáculo del día, mamá seguía durmiendo al igual que la familia.
Silenciosamente se dirigió a la cocina, conectó el horno eléctrico, abrió los cajones acompañándolos para no hacer ruido. Con la puerta de la cocina cerrada, buscó despacio en el congelador el pan para su hija. Puso la cafetera al fuego. Buscó un bol de plástico para batir el huevo sin hacer ruido. Se había convertido en una experta del silencio.
Si mamá se despertaba antes que la hija y el marido, lo convertía todo en un caos. Se arrancaba el pañal, entraba en el baño ocupándolo durante horas. La llamaba gritándole, reclamando su atención todo el tiempo, y si no acudía podía llegar a ensuciarlo todo con sus excrementos, como una niña pequeña que hace una rabieta.
Entonces Esther se marchaba sin desayunar, nerviosa y enfadada porque tal vez no podría comer al mediodía y porqué despertar de aquella forma no era vida. Y Juan gritaba tanto como su suegra, por los calcetines o los pantalones que no encontraba en el vestidor, o por la camisa que no habían planchado, o simplemente porque él las mantenía a todas y debía ir al bar a tomarse el café con leche y el zumo de naranja.
Despertó a Esther, no se atrevió a pedirle que se duchara sin hacer ruido, como solía hacer ella para no despertar a la yaya, pues habían pasado mala noche y eso hacía que la anciana tuviera un sueño más superficial. Sabía que sólo mencionárselo hubiera provocado un ataque de ira en su hija, que no comprendía por qué su tía, la hermana de Inma, no cargaba con la vieja. Al fin y al cabo la tía Mayte había utilizado a la yaya para cuidar de sus hijos, nunca había tenido tiempo para ella y su hermana; así que ahora por qué tenían que sufrir ellos el problema. Cuando su hija perdía los papeles, Inma aún sentía más dolor, no quería ni oír ni ver el egoísmo de Esther.
Por suerte, aquella mañana la joven estaba cansada y cuando ella estaba fatigada, era lenta y silenciosa.
Algo más relajada, despertó a Juan con un café con leche calentito que dejó encima de la mesita de noche. Desde hacía treinta años, se repetía todos los días incluso en fines de semana y vacaciones el mismo ritual; ella le dejaba la taza en la mesita, le acariciaba la frente y le deseaba buenos días diciéndole la hora que era. Él gruñía: “¡Ahggg!, el café”. Se incorporaba, encendía un pitillo y comenzaba a saborear el café con leche.
Inma iba depositando sobre el banquito de madera del baño la ropa interior, los calcetines, y colgaba las toallas limpias en el calentador, para que las encontrara calentitas todas las mañanas.
Después Esther y Juan desayunaban juntos en la cocina, hablaban de economía o de cosas suyas. Ella había tomado café mientras les preparaba las cosas, ya desayunaría cuando tuviera tiempo.
Aquella mañana sus rutinas le pesaban más que de costumbre, Esther le había pedido que le comprara unas medias violeta para la cena de empresa del próximo viernes y Juan le había dicho que no podría pasar por la tintorería a llevar el traje y recoger el otro, así que ella tendría que organizarse.
Intentó protestar pero los dos le replicaron: Nosotros trabajamos. Tú estás todo el día en casa, además tienes a la señora Nuri que te limpia la casa y cuida de la yaya para que tú salgas.
Juan apostilló: “¡Y bien cara que me sale! Si vivís como dos reinas, ya me gustaría a mí…”
Salieron por la puerta de casa como una exhalación. Se sentó en el sofá del comedor a llorar en silencio repitiéndose: No puedo más, Dios mío, dame fuerzas porque no puedo más.


Stock Photo Homa careEl dolor de su cuerpo era tan grande como el de su alma, se levantó y buscó en la cocina el arsenal de medicamentos que la doctora de la Seguridad Social le había recetado; recordó sus palabras de recomendación:
-         Inma, además de todo esto y del protector de estómago, deberías visitar a un psicólogo, él podría ayudarte. Si te hundes, se hunde tu casa. Hazme caso, ve al psicólogo. Ve una vez, inténtalo mujer.
Pero de dónde sacaba ella tiempo para ir a un loquera, ella estaba bien, sólo le dolía todo el cuerpo, cuidaba de una casa, una hija de veinticinco años, un marido y una anciana con demencia. Alguna vez tenía a la nieta, sólo de vez en cuando, ya que al yerno le daba miedo que la bisabuela le hiciera daño a la niña.
Cuando su hija Ana le traía a la bebita, su madre se solía poner muy nerviosa y aunque Ana era la preferida de la abuela y a la  mujer le alegraba su presencia (la muy puñetera era a la única a la que llamaba por su nombre), rechazaba a la pequeña. El último día gritaba por el patio de luces: Socorro, socorro, ayúdenme, han traído una rata que se arrastra por el pasillo y me ataca.
No se calmó hasta que su hija se marchó con la niña; y la más terrible de las soledades inundó el corazón de Inma.
Carmen le rogó que hablara con su hermana y que le descargara de tanto trabajo, era madre de las dos, así que compartieran lo bueno y lo malo.
Entre llanto y llanto, le contó a Carmen que ya lo había hecho, pero que ésta se había negado en rotundo a tener a mamá en su casa.
No estaba dispuesta a renunciar a sus dos nietos, iba todos los días a buscarlos al colegio, comían con ellos y luego los devolvía al colegio. Y ella necesitaba para su artrosis ir al AcuaGym en el polideportivo y también necesitaba su partida de cartas de toda la vida.
-         Ya mamá se quedaba con mis peques para que yo fuera a la reunión de cartas. Es básico para mí, es como era el yoga para ti, antes de cuidar de mamá. No sé por qué dejaste de ir.
Inma enfadada le respondió:
-         ¡Por qué no tengo con quien dejarla!
Con cara sorprendida y algo ofendida, le respondió su hermana:
-         Pues con Esther o con Ana, o paga a alguien, buen sueldo gana tu marido. ¡No querrás que yo me quede con ella, mientras tú te lo pasas bien! Tienes hijas y tienes medios.
Mercedes era así, intransigente y egoísta, toda la vida había sido igual.
Carmen siguió insistiendo, quería ayudar un poco más a su amiga.
-         ¿Has hablado con don Ignacio? Él, como sacerdote,  igual tiene una idea, una ayuda, un consuelo.
Inma volvió a llorar amargamente.
-         Don Ignacio me recordó que Cristo lleva la cruz por nosotros y que no era una buena cristiana si me mostraba tan resentida por tener que cuidar a mamá. Tenía que pensar en lo afortunada que era, la tenía conmigo, además así no llevaba una vida ociosa, que siempre corrompe el espíritu, y así rezaba con más devoción.
-         ¿Cómo? ¿Pero pudo decirte eso? indignada Carmen expresó lo que pensaba. No le caía muy bien el sacerdote y tampoco eran de misa, pero aquello le pareció muy feo, incluso para un cura -. ¿Dónde está su caridad cristiana? ¡Tanta misa y para qué!
Inma la miró en silencio y por vez primera dijo en voz alta:
-         Para rezar pidiendo que se muera Pensarás que soy un monstruo pero no puedo ya más.
Oírse en voz alta le hizo decidirse a pedir hora en un psicólogo. Pero cuando Carmen entro esa mañana para quedarse con su madre, Inma dudaba de que fuera una buena solución.
-         No sé si debo dejarte sola, ha pasado tan mala noche.
Carmen sonrió, cogió la chaqueta y el bolso de Inma y la fue acompañando hasta la puerta.
Estaba sentada en un sillón de color marrón, frente a ella un hombre de unos cuarenta años, de aspecto agradable. Pelo oscuro, ojos marrones, iba correctamente vestido pero sin traje. Se sintió cómoda a pesar de lo difícil que le parecía aquello. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos antes de poder decirle nada, él le acerco una cajita de kleenex y la depositó en una mesita auxiliar, delante de ella.

-         Es horrible lo que me ocurre, no puedo más. Me alegré tanto al poder cuidar de mamá, por fin, tantos años dedicada a mi hermana, ahora un poquito para mí silencio y lágrimas -. Ahora sólo puedo rezar para que esto termine. ¿Sabe lo que eso significa?
No puedo parar de llorar, lo siento, así estoy todo el día. Tomo medicación pero…”

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El hombre sonrió amablemente: Es normal que aquí en este espacio neutro le broten las lágrimas. ¿Qué enfermedad padece su madre? ¿Cuántos años tiene?
La voz del psicólogo sonó cálida y reconfortante.
-         Alzheimer, la demencia está muy avanzada. Es penoso verla así a los setenta y nueve años. Se ha quedado muy delgada, no para en todo el día, va todo el tiempo delante y detrás de mí, incluso si voy al baño tiene que entrar. Si cierro la puerta comienza a golpearla, a llorar, y si no consiento en abrir la puerta se da golpes en la cabeza contra la pared.
Él la interrumpió: “¿Cómo la ayuda entonces su familia?.
Aquella pregunta le sorprendió.
-         Mi familia llega tarde por la noche, a esas horas mamá ya está tranquila, la mediación, el cansancio del día. Sólo la ven mal cuando se levanta a la mañana al mismo tiempo que ellos.
Inma guardó silencio, se quedó pensativa, dejó de llorar dejando salir su enfado.
-         No me ayudan en nada. Sólo me toleran que la mujer esté en casa, y pago un caro precio, tengo que tenerlo todo como ellos esperan para que no se enfaden. La verdad es que ella no hace numeritos delante de ellos.
En aquel instante tomó consciencia de que cuando Juan y Esther estaban en casa por la noche, ella se encerraba en su dormitorio porque el piso olía a hombre. Nadie veía como la torturaba durante el día.
-         Sólo me monta líos desde hace poquito delante de todos. Mi nieta tiene meses le explico: desde que ha nacido mi nieta (tiene once meses, hará un  año a finales de mes), mamá se comporta mal cuando mi hija Ana viene con la niña, y aún es peor si me la dejan para irse ellos a comprar o al cine; en esos casos no le importa que todos la vean comportarse mal, incluso intenta asustar a mi yerno.
De nuevo una pregunta inesperada: “¿Se ha planteado ingresarla en una residencia especializada en ancianos con Alzheimer? Suelen mejorar un tiempo después de ser ingresadas. Son clínicas en las que les dan cuidados adecuados a sus necesidades, hacen gimnasia, coordinación, ejercicios de memoria, juegos especiales que les ayudan a mejorar física y mentalmente. Usted y cualquiera de la familia puede ir a visitarla cada día y las horas que desee.
-         No, no lo he pensado. Bueno, sí, pero mamá no me lo perdonaría. Abandonarla en un lugar así, quien la cuidará con más amor que yo.
El psicólogo sonrió. “¿En un lugar cómo? No es un orfanato de los años treinta. Son clínicas con jardines, personal preparado, médicos, profesionales de la psicología y actividades lúdicas como fiestas y celebraciones. Es un lugar donde les dan lo que necesitan, y esperan que ustedes, la familia, les den amor. Estas clínicas existen no porque las personas mayores estorben sino porque no hay trabajo más duro física y psicológicamente que el de cuidador. Sin apoyo, sin soporte, sin ayuda, no hay nadie que sobreviva emocionalmente sano a la presión de cuidar ancianos cercanos que estén enfermos veinticuatro horas al día. Los bebés se convierten en niños y los niños en jóvenes, a los tres años cede la presión, pero los ancianos empeoran y el desgaste emocional es mayor, son niños grandes que reclaman atención permanente, pero no dan alegría, ni hacen gracias, y el descanso es el fin, por eso es tan duro.
Ella le miró sorprendida y dijo: “¿Quién la cuidará mejor que yo?
Él sonrió: Unos profesionales preparados para ello, y usted, sus hijas, sus sobrinas, podrán dale lo que ahora quieren y no pueden, AMOR. Deje de cargar con el peso de una moral que era válida en la postguerra cuando la gente no cobraba ninguna pensión en la vejez y los ancianos dependían de los hijos o de la caridad. Ahora en el siglo XXI lo correcto, lo ético, es hacer lo mejor para ella y para usted. Piénselo, pruébelo. Pídale a su doctora de la Seguridad Social que le busque un ingreso para su madre de descanso del cuidador. En ese mes que le darán verá como ella está feliz y bien. Si después de estas vacaciones ve que usted no está preparada para dejarla, buscaremos soluciones para su bienestar psicológico. Sea valiente, rompa con tabúes, por usted, sus hijas, su nieta. ¡Sea valiente!
Había sido difícil hablar con aquél hombre, contarle lo que sentía, su dolor, quejarse, pero ahora de regreso a casa se sentía mejor. En su mente resonaban las frases del psicólogo:

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-         Pero es natural que se sienta así. Nadie es consciente de lo duro que es ser cuidador veinticuatro horas al día. Es lógico que se mueva entre el amor, el cariño y la desesperación.
Tiene derecho a exigir ayuda. Su hermana y su familia han de reconocer el esfuerzo que usted realiza.
Debe ir a ver a la asistente social, le haré un papel y reclame su ayuda. No importa si eso avergüenza a su hija. La que lo sufre es usted.

Alguien había entendido su dolor, alguien le había dicho que no era egoísta, ni débil por no poder soportar más. Él había reconocido su esfuerzo, su dedicación. Le había recordado que las amas de casa son trabajadoras explotadas, mal pagadas, esclavas sin vacaciones, no reconocidas, pero el puntal de la sociedad.

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